Teníamos programado otra cosa, pero la calle nos llamó, caminamos y caminamos y caímos perdidamente bajo el encanto de esta ciudad maravillosa.
Primero salimos bien temprano solos con Caro, mientras los chicos dormían. El Baldwin Hotel quedaba a media cuadra del Arco del Chinatown y el silencio del primero de enero era una invitación inexcusable para conocer y sentir San Francisco.
Dimos una vuelta por Nob Hill, uno de los barrios más "top" de la ciudad (la decoración de Navidad de la Grace Cathedral nos encantó).
Después, ya con los chicos, nos encontramos con la terminal de Market y Powell del Cable Car y tampoco pudimos rechazar la tentación de subirnos, sin preocuparnos mucho a dónde nos dejaba (la cola para subir al tranvía es importante, unos 30 minutos mínimo, pero no nos importó, aunque si la idea es apurarse, lo mejor es caminar una cuadra hacia la primer parada, donde la cola es mucho, pero mucho más corta y subirse en los asientos que nos indique el guarda, ya sin posibilidad de elegir).
Caro y Fran fueron a sentarse al centro y Maca y yo nos paramos en el estribo y tuvimos un viaje magnífico hasta el Fisherman,s Warfh.
Caro y Fran fueron a sentarse al centro y Maca y yo nos paramos en el estribo y tuvimos un viaje magnífico hasta el Fisherman,s Warfh.
Ya habíamos probado la Clam Chowder (una sopa de almejas típica de la costa oeste americana) en un puesto de Disney, y fue una ocasión más para confirmar la artificialidad de los parques de diversiones ¡qué sopa, señor!, servida en una gran hogaza de pan ahuecada es una delicia gastronómica que nos acompañó casi todos los días de nuestra estadía en San Francisco.
Al final del Warfh hay un parque enorme, que termina en una playa de arena, desde donde vimos por primera vez el Golden Gate.
De ahí caminamos (caminamos es un decir, trepamos es más correcto) hasta la calle Lombard, esa famosa calle que de tan empinada le hicieron profundas eses al camino vehicular. Nos dijeron que en primavera y verano los canteros se llenan de flores, pero en invierno sigue teniendo la magia.
Volvimos a tomarnos el Cable Car para que Caro pueda viajar en el estribo, que es una experiencia fascinante, y de ahí al Alamo Square, donde logramos una vista impresionante de la ciudad y conocer las fotografiadísimas "Painted Ladies", un grupo de casas típicas de San Francisco frente al parque, que con la luz del atardecer y enmarcando una luna casi llena conformaron una visión fantástica.
Nos quedaban algunas horas de cuerda y, con alguna duda (más que nada por ignorancia, porque nunca, en toda nuestra estadía en San Francisco, sentimos nada que nos diera inseguridad en la calle), nos tomamos un colectivo hasta el barrio Castro, que es el epicentro geográfico del movimiento por los derechos de la comunidad homosexual, donde Harvey Milk se transformó en el primer funcionario gay de Estados Unidos.
Más allá de su historia, el barrio Castro, con su cine, sus sonidos, sus colores y sus negocios, se transformó en un lugar fascinante.
Terminamos cenando en un restaurant italiano del barrio Castro, luego el subte y al hotel a descansar, que mañana nos tocaba pedalear todo el día.
Una cosa que nos pasó, a la mañana, antes de llegar al Cable Car, es que nos cruzamos con un par de monjes budistas. Habitualmente los esquivo como carrera de obstáculos, pero uno está de vacaciones y en San Francisco, así que estúpidamente me paré a escucharla y nos puso una pulserita de perlas de madera a cada uno, me habló de la paz y me pidió que firmara una planilla que tenía tres columnas, el problema fue en la tercera, que estaba titulada "Donation".
Me quedé mirándola con gesto de me cagaste, me respondió: "Twenty dollars". Y yo pensé que para que yo le diera 20 dolares por tres pulseritas iba a ser necesario que me transformara en ese instante en bonzo. Escribí 5 dólares y me volvió a responder "Twenty dollars", varias veces. Entonces amagué a sacarme la pulserita para devolvérsela y me detuvo con la mano y me dijo que 5 dolares estaban bien.
Me fui sin saber quien estafó a quien, eso si, en paz.
Ahora no me saco la pulserita, una porque Fran dice que es de buena suerte, y dos, porque me sirve de salvoconducto con el resto de los monjes budistas que siguen asolando las calles de San Francisco.
Me fui sin saber quien estafó a quien, eso si, en paz.
Ahora no me saco la pulserita, una porque Fran dice que es de buena suerte, y dos, porque me sirve de salvoconducto con el resto de los monjes budistas que siguen asolando las calles de San Francisco.
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